Hortensia ha pasado por muchos censos en su vida. Sin embargo, a sus 92 años, el entusiasmo por recibir a los censistas sigue intacto. Por eso, esa tarde se ha cambiado y perfumado especialmente. Ya no escucha muy bien. Con paciencia, el profesor Sergio Pareyón le lee cada pregunta del formulario y espera su respuesta. Y el tiempo parece detenerse justo en ese momento, en medio de un campo sembrado con zapallitos verdes, en el paraje Entre Ríos del departamento de Leales.
Junto a Hortensia viven seis personas: dos de sus hijos y algunos nietos. Aunque es una familia muy numerosa, cada vez quedan menos integrantes habitando la finca. “Es que los chicos crecen y se van. Aquí no hay mucho futuro. Falta trabajo y mejorar toda esta zona”, reflexiona la mujer, ante la mirada de su hijo Oscar Díaz Madrid, que asiente con la cabeza.
Llegar hasta la casa de los Díaz Madrid fue toda una odisea. Por más que los censistas conocen a la perfección el lugar, los caminos están destruidos. “Menos mal que no tocó un día de lluvia”, cuenta aliviado Pareyón, que se moviliza en una camioneta junto a Mauro Aguirre y Magdalena Pérez.
Ellos son parte del plantel de censistas que ya salió a las calles a realizar el relevamiento a cargo del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). El censo empezó en las zonas rurales de la provincia una semana antes del operativo en todo el país, previsto para este miércoles (declarado feriado nacional). LA GACETA acompañó al grupo de censistas que recorre la zona de Río Colorado (a 53 kilómetros de San Miguel de Tucumán), encuestando a las familias que viven en áreas muy alejadas de la villa.
En las zonas rurales el relevamiento empieza unos 10 días antes porque son los lugares de mayor complicación en términos de logística. En Río Colorado, según cuenta Pareyón, se han asignado 56 censistas para relevar unos 5.000 habitantes: 2.500 son del área rural y otra cifra similar vive en la villa.
Particularidades
Censar a los que viven campo adentro tiene detalles muy particulares: no hay una sola casa al lado de la otra, los censistas a veces tienen que viajar varias horas para llegar a ver a una familia que reside en zonas inhóspitas y en algunas oportunidades se cansan de golpear las manos sin que nadie los atienda. En medio del campo y de las estancias, el operativo consiste en una búsqueda activa de trabajadores dispersos para preguntarles a qué hora podrán encuestarlos.
Pareyón, que lleva varios censos sobre su espalda, no pierde la fe en que algún día este tipo de relevamientos sirvan para que -por fin- las mejoras lleguen a estos hogares que en la mayoría de los casos no tienen agua corriente, gas natural ni cloacas. Llenar una y otra vez los formularios le hace caer en la cuenta del abismo que persiste en estas zonas en comparación con las áreas urbanas.
Allí, donde los habitantes no tienen computadora ni wifi, donde no hay empleos formales, donde las casas tienen un solo baño y está en el exterior, sin embargo hay algo muy bueno: siempre reciben a los censistas con alegría, los invitan a pasar y les ofrecen algo para beber o para comer, y las charlas se extienden mucho más allá del cuestionario del Indec.
Es habitual que haya personas que no sepan que se hace el censo y hay que explicarles de qué se trata. Pareyón aprovecha para colar lo que más le gusta hacer: contar un poco de historia. “¿Sabían que el primer censo fue en 1869, bajo la presidencia de (Domingo Faustino) Sarmiento?”, les pregunta. “En ese momento, todo estaba por hacerse en Argentina. Teníamos que saber cuántos éramos y cómo vivíamos”, cuenta. Y luego, apunta: “en realidad, el objetivo de esta encuesta sigue siendo el mismo”.
Luego detalla que en esos años éramos casi 1.800.000 habitantes y ahora se espera que seamos entre 44 o 48 millones de argentinos. “En este cuestionario se respeta mucho la privacidad. Todo lo que ustedes me digan es como secreto de confesión del cura”, dice entre risas, para crear un clima de confianza que nunca se quiebra.
“No sabía que venían”
A unos ocho kilómetros de la villa de Río Colorado, donde las viviendas se han hecho famosas por sufrir las peores inundaciones del provincia, está la pequeña finca de los Villarreal. Apenas los censistas ingresan por un camino secundario, los reciben ocho perros que no paran de ladrar. Entonces, aparece Jésica (27 años) y se dibuja una sonrisa en su rostro. “Hola dire”, le dice a Pareyón, quien desde hace 15 años es el director de la escuela secundaria del lugar y por ende conoce a la mayoría de los jóvenes y a sus padres. “No sabía que ya venían. Me sorprendieron”, dice, mientras le muestra emocionada su embarazo de cinco meses.
Jésica está junto a su padre Isidro, su hermana Nieves y su sobrina Ana. Aunque no esperaban a nadie, enseguida sacan al patio la mesa de la cocina y reparten vasos de gaseosa. Como todos se conocen, la entrevista transcurre en un clima de total informalidad.
Isidro, como jefe de hogar, responde todas las preguntas. Cuenta que asistió “poco” a la escuela. Antes, existía la obligación de hacer los labores del campo a temprana edad. Villarreal cuenta que cobra una pensión y trabaja por cuenta propia. Él y su familia viven del campo donde siembran caña. Todo lo que ponen en la mesa es de la granja en la que crían gallinas, chanchos y otros animales. También tienen una huerta. La encuesta duró unos 40 minutos. Cuando le preguntaron si era descendiente de indígenas, Isidro no supo contestar. “Tal vez mis abuelos sabían; pero en mi época no se podía preguntarles nada”, confiesa.
Antes de irse, los censistas pegan una calcomanía en la puerta para dejar constancia que ya se relevó el hogar. Los Villarreal aprovechan para pedir un deseo: “ojalá que este censo nos traiga algunas mejoras; sobre todo trabajo porque hay muy poco”.
El recorrido para volcar datos en las planillas del Indec continúa por caminos que levantan grandes nubes de polvo. Unos 10 kilómetros después estamos en la casa de los Ibáñez. Nos reciben Víctor Hugo y su esposa Marta Elena Ocaranza. “Me había enterado que había un censo, pero no sabía que era hoy”, dice ella mientras despeja una mesa llena de ropa y acerca algunas sillas desde la cocina. Las mayoría de las preguntas del formulario, que tiene seis hojas, les causan gracia. “¿Internet aquí?”, ironiza Marta. “Ya quisiera tener dos baños”, añade. Ella y su esposo, de 63 años, tienen tres hijos, aunque actualmente solo uno de ellos vive ahí. No poseen obra social y trabajan por cuenta propia en la finca que heredaron de los padres de Víctor Hugo. No obstante, desde hace unas décadas han logrado algunas mejoras; por ejemplo, ya no duermen en piezas de barro con techos de totora. Ahora todo es de material y chapas. “Todo lo hicimos con gran esfuerzo, y aún nos falta hacer mucho”, resume la pareja.
Los censistas se despiden. Ha pasado otra tarde inolvidable cumpliendo su trabajo, aunque cada entrevista se haya parecido más a un encuentro entre amigos.